
Por Julio Zenón Flores
Durante años, el nombre de Guerrero fue sinónimo de
violencia en los informes nacionales de seguridad. Hoy, las cifras empiezan a
contar una historia distinta. El más reciente reporte del Secretariado
Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) confirma que la
entidad ya no figura entre los estados más violentos del país, sino que se
ubica entre los diez con menor incidencia delictiva. Un giro que, más que
casualidad, refleja una transformación en la manera de abordar la seguridad
pública.
La clave parece estar en la coordinación operativa. La
relación entre los gobiernos federal y estatal ha dejado de ser una competencia
política para convertirse en un mecanismo de respuesta inmediata. Cada brote de
violencia —desde Acapulco hasta Iguala— encuentra hoy una reacción más rápida y
planificada. Esa capacidad de contención ha impedido que los incidentes
aislados se conviertan en crisis de mayor escala.
Septiembre marcó un punto de inflexión: fue el mes con
menos homicidios registrados en Guerrero en la última década. En un estado
acostumbrado a las estadísticas rojas, ese dato tiene un peso simbólico enorme.
Habla de una tendencia sostenida, pero también de un cambio de percepción. Los
guerrerenses comienzan a notar una diferencia en las calles y en la actuación
de las corporaciones.
Bajo el liderazgo de Evelyn Salgado Pineda, el gobierno
estatal ha reforzado la infraestructura de seguridad. No se trata solo de
discursos: la reciente entrega de 72 unidades —entre patrullas, vehículos todo
terreno y cuatrimotos— a la Secretaría de Seguridad Pública refleja un esfuerzo
por profesionalizar y equipar mejor a la Policía Estatal y a la Fiscalía. La
inversión tecnológica y táctica empieza a rendir frutos visibles.
Claro que el reto está lejos de superarse. Persisten
zonas donde la delincuencia organizada mantiene presencia, y los delitos de
alto impacto aún son motivo de preocupación. Pero los indicadores muestran una
tendencia medible hacia la estabilidad, algo que hace apenas unos años parecía
inalcanzable.
Más allá de los números, lo que emerge es un cambio de
narrativa. Guerrero ya no se explica solo desde la violencia, sino desde su
capacidad para reconstruir instituciones, generar confianza y recuperar la
esperanza. Si la tendencia se mantiene, el estado podría convertirse en un caso
de estudio sobre cómo revertir, con constancia y coordinación, una historia
marcada por el miedo.
Porque quizá, por primera vez en mucho tiempo, la
seguridad en Guerrero empieza a escribirse en tiempo presente y no en pasado
doloroso.
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