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Democracia y dictadura



Joel Solís Vargas

Para los estudiosos de la historia no deberían ser novedad las mudanzas de signo político o ideológico en masas de población más o menos grandes. Ellos deben saber que, como escribió Marx en el 18 de brumario de Luis Bonaparte, el transcurrir de la historia se produce en una suerte de espiral, que vuelve a un mismo punto, si bien en otro nivel. Es por eso que el filósofo alemán afirmó que la historia primero es tragedia, pero luego se repite transformada en comedia.

Esa es la explicación, si bien demasiado simple, de por qué, por ejemplo, en la Alemania de nuestros días, a pesar de su terrorífica experiencia con el nazismo de Hitler, hace 80 años, de su desgarramiento posterior y de su costosa reunificación, las voces de la ultraderecha que hacen suyas -a veces sin rubor alguno- las sinrazones hitlerianas elevan cada vez más el tono y el volumen, con la evidente intención de alzarse con el poder en el mediano plazo, para volver a aplicar un programa de gobierno de corte fascista.

Desde luego, esa también puede ser la explicación para la deriva autoritaria de regímenes de larga data democrática, y ni qué decir de las sociedades que no tienen mucho camino andado en esto de los derechos y las libertades. Así, hoy vemos cómo sociedades que vivieron durante 70 años el socialismo real, en la izquierda, ahora se han corrido a la derecha o han permitido que fuerzas de derecha ascendieran al poder.

Rusia, la cuna del socialismo real, hoy está gobernada por un imperialismo conservador. Los pueblos de Polonia, Hungría, Rumania, Bielorrusia… sufren a una derecha autoritaria, recalcitrante y muchas veces represora, al igual que otros que nunca fueron parte del mundo socialista.

El autoritarismo, de izquierda o de derecha, las más de las veces vestido con ropaje populista, puede estar de vuelta al menor descuido de los demócratas.

Pero, ¿qué es lo que permite el regreso de ideas y fórmulas autoritarias? ¿Cuáles son las condiciones que lo propician? Porque el hecho es que, a menos que los autoritarios tomen el poder por la vía del golpe de Estado, cuentan con respaldo social, sea por la vía electoral o sea por el camino de la revolución, sobre todo si es armada.

La verdadera democracia no ofrece soluciones fáciles a los problemas de la gente, salvo, quizá, durante las campañas electorales, cuando vale más el axioma de que prometer no empobrece. De hecho, la democracia es una vía lenta y muchas veces tortuosa para dar los resultados que los votantes esperan. En los regímenes democráticos, los gobernantes tienen que dialogar con los otros poderes y con las fuerzas sociales, tienen que poner a consideración de otros sus propuestas de reformas o de nuevas leyes. Y tienen que someterse a lo que decidan sus contrapartes.

Para complicar el panorama, en los últimos tiempos, merced a cambios de mentalidad en los políticos, en los partidos y en las sociedades, ha surgido un gran número de organismos sostenidos por el Estado, pero autónomos del poder presidencial, con libertad y autoridad para discrepar en público del jefe del Poder Ejecutivo. Pensados para equilibrar el poder presidencial, acaban, por forzosa necesidad, restándole poder.

Por supuesto que semejante tablero de ajedrez legal y político vuelve lenta la solución de cualquier problema y genera la exasperación de la gente, que exige menos inseguridad, mejores servicios públicos, menos corrupción, mejor economía y un largo etcétera, todo con sentido de urgencia.

Así, en la siguiente elección, la mayoría de la gente -escasa de cultura política, más dispuesta a creer que a investigar por cuenta propia, hastiada de la larga espera- votará por el candidato que le haya prometido resolver sus problemas en un tris; cuanto más rápido, mejor.

El autoritario sabe que para lograr eso, o algo que se le parezca, tiene que despejar su camino de todo aquello que le estorba, tiene que simplificar el tablero de ajedrez… tiene que eliminar contrapesos, porque el tiempo no perdona. Es su justificación.

Hitler es ejemplo paradigmático: no sólo mandó asesinar a sus opositores; también ordenó incendiar el Reichstag para, con ese pretexto, desaparecer el parlamento e imponer estado de excepción fin de la libertad de prensa y restauración de la pena de muerte, con carácter retroactivo.

Otros siguen, de lejos, sus pasos.

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