Staff Trasfondo informativo
El periódico El Siglo de Torreón, en Coahuila, publicó este
lunes 11 de octubre un artículo editorial firmado nadamenos que por el Juan Carlos
Becerra Acosta, fundador del diario izquierdista La Jornada, titulado “Acapulco,
ese narcoparaíso que muere”, en el cual el destacado columnista da sus impresiones
en primera persona, a partir de su experiencia de haber vivido durante varios
años en el puerto.
El subtítulo es apabullante: “Acapulco lleva años así,
moribundo, medio sobreviviendo”, y hace un recuento de las diferentes etapas que
conoció de primera mano, hasta el incendio del Baby O: se los dejo para que lo
lean y lo juzguen: (Julio Zenón Flores)
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Tuve la fortuna de llegar a vivir a Acapulco cuando empezaba
el siglo, en enero del año 2000, pero me enamoré del puerto muchos años atrás,
como le ha sucedido a millones de mexicanos. Desde pequeño fue un sitio
entrañable para mí: ahí tenía dos primas-hermanas y un primo-hermano y cuando
mis padres me llevaban la pasaba muy bien. De adolescente y joven adulto lo
gocé mucho más: cada vez que juntábamos dinero, amigos y yo nos escapábamos en
coche, en autobús, incluso en avión, y nos divertíamos muchísimo entre
nosotros, y a veces, en vacaciones, también con nuestras novias o amigas con
quienes paseábamos en las playas y gozábamos las noches acapulqueñas.
La discoteca Baby'O era LA DISCOTECA, la más deseada, la más
anhelada, la más admirada. Aunque su interior era superado por muchos antros
más en cuanto a espacios y tecnología, esa pequeña cueva con su diminuta pista
de baile era el más famoso sitio de reventón en todo México.
Hoy, es triste ver que ese lugar de tantas memorias
afectivas se ha extinguido bajo el fuego criminal, pero el emblemático lugar
nocturno solo era minúscula parte del andar: durante décadas lo más entrañable
siempre fue la convivencia, las amistades y los amores que Acapulco estimuló y
cobijó a cualquier hora y en cualquier rincón. Sus atardeceres portentosos, sus
playas deliciosas, sus mares (sí, hay muchos mares con distintos temperamentos
en Acapulco), su comida exquisita, su gente divertida y acogedora, su clima tan
nutritivo.
En el 2000, cuando me volví acapulqueño durante cinco años
que fueron una vida (ahí voté por el primer gobernador no priista en la
historia local, Zeferino Torreblanca, que apaleó a Héctor Astudillo), primero
viví solo en la hermosa Bahía de Santa Lucía, y después, a partir del 2001, con
mi hijo mayor, Luciano, que en ese entonces tenía siete años. Acapulco estaba
en su apogeo, repleto los fines de semana, atascado durante las vacaciones,
todo mundo en gerundio, gozando la existencia… hasta que por ahí del 2004 el
narco enloqueció e incendió el paraíso.
Como empresarios, los narcos guerrerenses siempre han sido
unos estupendos clavadistas suicidas: mataron su mercado. Tenían compradores
por montones: lugareños, chilangos cada fin de semana, turistas gringos y
canadienses, pero su infame machismo y su codicia arrasó con todo. Se empezaron
a pelear la plaza: yo te degüello a dos, yo te desaparezco a cinco, yo te
ejecuto a veinte, yo te disuelvo a veinte. La más estúpida de las guerras
narcas se libró en Acapulco. ¿Resultado? Los springbreakers gringos se
despidieron para siempre del puerto, los chilangos de fin de semana dejaron de
ir o se encerraron en sus departamentos y casas, y el lugar nunca se recuperó.
¿Y cuál fue la solución que encontraron estos brillantes
delincuentes para reordenar todo ante la impavidez de los gobiernos
municipales, estatales y federales que han pasado desde entonces a la fecha?
Perdón por mi latín, pero el capitalismo de hamaca, el capitalismo de huevones.
No hay otras palabras para describir lo que hacen: los que realmente gobiernan
Acapulco son narcoextorsionadores (los alcaldes no existen, es la verdad).
Estos cobradores de piso no hacen nada durante la semana y hacia el jueves y
viernes pasan a cada negocio a robar, a cobrar su infame impuesto criminal. ¿A
quiénes? A todos. Lo documenté en varios reportajitos: le cobran al que vende
gelatinas y cocos en la playa, al lanchero, al que renta motos, al
restaurantero, al hotelero, al comerciante, a las escuelas privadas, a los que
tienen puestos en los mercados, al abarrotero, al taxista, a todo mundo.
Acapulco lleva años así, moribundo. Su economía medio
sobrevive lastimosamente gracias a que miles de mexicanos le siguen siendo
fieles en Semana Santa, verano, algunos puentes y diciembre. El resto del
tiempo el puerto es una especie de zombi tropical.
Pasan alcaldes, gobernadores, presidentes, y nada: las
palmeras siguen bamboleándose cada vez más abandonadas…
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