*El PRI perdió la elección pero no perdió el partido ni
perdió el País
Por Julio Zenón Flores Salgado/Escritor y periodista
Una semana después de la elección más grande que haya tenido
México en su historia, una vez que se ve con claridad quienes ganaron, quienes
perdieron (hablando de votos obtenidos) y que los ganadores comenzaron a
precisar sus propuestas de campaña, es obligado un análisis más aproximado a lo
que se manifestó en las urnas el pasado 1 de julio, sin caer en la tentación
del análisis bajo el dolor de perder posiciones o la ebriedad del poder recién
obtenido.
Lo primero que arroja este análisis es que fracasaron
quienes apostaban a la ruptura sistémica. Por el contrario, se debe reconocer
que el sistema político mexicano (la democracia mexicana) resultó ser tan
madura para albergar al germen de un cambio de dimensiones aún no catalogadas y
de reconocer el triunfo de aquellos que hablaron de darle muerte, es decir, de
terminar con este sistema de cosas, sin mayores sobresaltos, ni sangre, ni
muertos, ni conmociones económicas, ni tumultos, en lo que algunos han
comparado con la Primavera de Praga. El sistema mexicano resistió un cambio de
dirección en el gobierno. No colapsó.
Lo segundo que hay que destacar es que el dinosaurio, como
las izquierdas triunfantes se han referido hace tiempo al PRI (término acuñado
a partir del cuento breve del guatemalteco Augusto Monterroso), no ha muerto;
por el contrario, el partido que tuvo sus orígenes en la era de Lázaro Cárdenas
del Río, ha mostrado capacidad para conducir el país en lo que hasta la década
de los años 80 sorprendió al mundo y fuera denominado como El Milagro Mexicano,
creando las instituciones más nobles y fuertes de la República y leyendo, no siempre
sin resistencias internas, los impulsos surgidos de los ciudadanos.
Y hablamos del PRI como institución política, que también ha
albergado los vicios que le han llevado a los descalabros electorales, pero que
finalmente no ha perdido la conducción sistémica. No hay que olvidar también ha
habido en su interior facciones que han planteado salidas autoritarias ante el
empuje popular y que por el contrario, gobiernos de mayoría priistas dieron
acceso, en su momento, a los partidos que en ese tiempo fueron minoría, a
puestos de representación popular, que a la larga les representaron toma de
importantes espacios como la presidencia de la república, en el caso del PAN o
de gubernaturas y alcaldías, diputaciones, senadurías, en el caso del PRD y
otros partidos.
La realidad es que las mayores conmociones del sistema
político mexicano surgieron de personajes formados al interior del PRI: 1988
con Cuauhtémoc Cárdenas, que salió con una pléyade de personajes de alto
reconocimiento político e intelectual como Porfirio Muñozledo e Ifigenia
Martínez; Vicente Fox Quezada en 2000, aunque no militaba, si venía de esa
formación política, hasta Andrés Manuel López Obrador (2018), militante priista
que acompañó la campaña de Carlos Salinas de Gortari y salió después, desencantado
por el desempeño del que a la postre sería llamado por él como “el innombrable”
o el “jefe de la mafia del poder”, así como el propio Marcelo Ebrard (hoy
virtual secretario de Relaciones Exteriores). El PRI ha prohijado pues el
sistema actual y a aquellos que han amenazado con enterrarlo.
Los planteamientos (que tanto han espantado a los priistas
más jóvenes) provenientes de Morena, en realidad no son ajenos al viejo
priismo, aunque no necesariamente representen, como se acusó, una vuelta atrás,
son precisamente aquellos que dieron estabilidad por décadas al sistema
político mexicano (conocido internacionalmente como El Milagro Mexicano), un
crecimiento económico superior al 5 por ciento, protección a la industria y
comercio nacionales, desarrollo de políticas de atención a los de menores
recursos económicos (que ahora se descalifica como populismo) y que con el paso
del tiempo se fueron corroyendo en el influjo de la corrupción surgida de las
aguas estancadas del poder, que llegó después de 1982, con el llamado
neoliberalismo y que políticamente suplantó al viejo sistema pendular mexicano,
que permitía la rotación de élites, por un sistema neoliberal dirigido por una
sola clase política que defendía su establishment, mediante la cooptación y
control de los principales partidos políticos y que en su desempeño olvidó el
interés popular y se fue por el camino de las ganancias económicas de la
oligarquía, que hoy perdió las elecciones, aunque aún no está claro si también
el poder.
El PRI reaccionó oportunamente, pues de otra manera hubiera
sido arrasado por el descontento popular, y aunque dejó al candidato nombrado
por las élites (Jose Antonio Meade Kuribreña, en mucho artífice del nefasto
sistema recaudatorio mexicano y de la política económica actual) para continuar
el modelo que ya era insostenible, puso al frente del partido a un hombre que
representaba, frente a los tecnócratas que querían seguir conduciendo el país,
la visión del viejo político priista que hacía política escuchando a la gente,
de ese político que daba palmaditas, que sí se ensuciaba los zapatos en las
comunidades, aunque fuera a veces solo a tomarse la fotografía, que se
encompadraba con los vecinos, obreros y campesinos o hasta con el cura del
pueblo o del barrio, al político que sabe leer al pueblo y adaptarse para, sin
perder el poder, responder a sus reclamos. El arribo del guerrerense René
Juárez Cisneros a la dirigencia nacional representó el reconocimiento del PRI
de que no se podía seguir por el mismo camino y un intento, tardío pero intento
al fin, por recuperar el camino perdido, y que llevó finalmente a perder la
elección, sin perder al partido y sin perder el país.
Es en ese contexto que a nivel nacional José Antonio Meade y
Enrique Peña Nieto salieron temprano a reconocer el triunfo que el pueblo dio a
Andrés Manuel López Obrador y con él a miles de candidatos morenistas que para
el votante representaban algo distinto a lo que ya se tenía que mover. El PRI
entendió en ese momento el significado de la frase “o cambiamos o nos cambian”.
En realidad René Juárez representa a una parte del PRI que
logró salvar al partido y al sistema, una parte en la que también se alinean
personajes conocidos localmente en Guerrero, como el gobernador Héctor
Astudillo Flores, cuyo carácter consensual y mediador le permitió ganar la
elección en el 2015, en una entidad pintada de izquierda.
Por eso, se puede decir, que para el momento actual, de
cambio, de movimiento hacia la izquierda, René Juárez es el dirigente que el
PRI necesita a nivel nacional y Astudillo el gobernador que Guerrero necesita
para coordinarse con los nuevos gobernantes municipales y del poder legislativo
y del ejecutivo federal, surgidos de las elecciones del 1 de julio de 2018.
La operación política de Héctor Astudillo y su relación con
el nuevo congreso local que se integrará a partir del 1 de septiembre y con los
ayuntamientos que tomarán las riendas a partir del 1 de octubre, podría
llevarlo a ser un personaje de reconocimiento nacional, si lo lleva
correctamente como se muestra hasta ahora, o a una salida prematura si se
equivoca y se deja seducir por quienes desde su gabinete al parecer no han
entendido aún el mandato de las urnas.
A los guerrerenses pues, nos conviene fortalecer al
gobernador Astudillo y cerrar el paso a los autoritarismos tanto de izquierda
como de derecha, que podrían torpedear este vibrante momento político.
Finalmente el PRI perdió las elecciones pero sigue vivo, en
tanto otros partidos, no solo perdieron las elecciones y están en la obligación
de auto analizarse y refundarse, cobrando las cuentas a los voraces que
llevaron al poder y devinieron en caciquillos que fueron derrotados por sus
propias acciones.
Hasta ahí este inicial análisis. Dejo en el tintero el tema
de lo que está pasando en las bases de los partidos, entre ganadores y
perdedores, donde se da la impresión de que la campaña no hubiera concluido y
se sumen en mísera rencillas casi personales, mientras la vida política les
pasa por encima.
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