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WashPost

Agosto/28/2017.

BAJO FUEGO




José Antonio Rivera Rosales

Es el acrónimo con que algunos periodistas extranjeros se refieren al rotativo estadunidense The Washington Post que se publica en la capital norteamericana, el mismo que en su edición impresa del viernes pasado publicó un reportaje sobre la violencia en Acapulco.
Firmado por el reportero Joshua Partlow, el texto describe un destino turístico decadente, envuelto en la violencia criminal y la anarquía, en cuyo interior los grupos criminales se disputan el territorio barrio por barrio.
Aunque la nota tiene un toque de sensacionalismo, matizado por algunas inexactitudes, la verdad es que se quedó corta al describir la atmósfera de miedo que priva en el puerto que antaño fue la joya de la corona de la economía turística de México.
De inmediato algunos funcionarios y políticos locales procedieron a minimizar y/o descalificar el citado reportaje, inclusive definiéndolo como “amarillista”. En su inmensa ignorancia y mezquindad, esos personajes trataron de ignorar el impacto causado por la nota del rotativo estadunidense, uno de los más profesionales y respetados periódicos en el mundo.
El WashPost fue fundado en 1877, su versión impresa consta de 400 mil ejemplares y su página web es consultada a diario por 67 millones de personas en el mundo, por encima inclusive de los que consultan al New York Times. El Post es uno de los diarios reputados como dueño de una conducta rigorista que a través de varios filtros internos revisa con lupa las informaciones que produce.
Que un político local, un síndico protegido por las faldas de su madre y un funcionario municipal desinformado traten de minimizar el reportaje producido sobre la violencia en Acapulco, es simplemente risible. El Post cuenta con uno de los mecanismos más meticulosos para decidir las informaciones que hace públicas. Es, pues, prototipo de un alto nivel de profesionalismo en el manejo de información.
Su reportaje de primera plana del viernes pasado, titulado “El mortal descenso de Acapulco”, da cuenta de una realidad que vivimos todos los ciudadanos de a pie, pero que es ignorada y aún negada por las autoridades.
Durante bastante tiempo las autoridades federales y estatales dieron por hecho que la violencia de las bandas criminales estaba enfocada a destruirse entre sí, asumiendo que los numerosos muertos tenían algún vínculo con la delincuencia, lo que los estigmatizaba en automático aún después de asesinados. El estigma es para los ejecutados y sus familias.
Sólo hasta hace poco el gobernador Héctor Astudillo se percató de que los grupos criminales afectaban también a personas inocentes, por vía de la extorsión o el secuestro.
Entre sus aciertos, el reporte del Post ubica efectivamente el principio de la vorágine violenta en la muerte del capo Arturo Beltrán Leyva, lo que pulverizó la estructura de mando piramidal que mantenía bajo cierto control a las diferentes facciones asociadas, lo que derivó en la violencia descontrolada que padecemos hoy.
Entre sus errores menciona como partícipes de la violencia a grupos que ya no existen, como el de La Barredora, que con su práctica de decapitaciones y desollamientos causó terror en las calles de Acapulco en el 2011, lo que elevó la incidencia criminal en un 370 por ciento en relación con el periodo inmediato anterior. Quienes eran miembros de ese grupo están en la cárcel o están muertos.
Lo que el reportaje no menciona es que en realidad fue en 2004 cuando comenzó la purga entre los traficantes del narcomenudeo, cuyo negocio fue absorbido por el clan de los Beltrán, que asesinaron a todo aquel que se resistió a cooperar o ceder su tienda de droga. En enero de 2007 se produjo el tiroteo de La Garita entre policías municipales y narcos, que fue cuando comenzó la macabra práctica de las decapitaciones, ordenadas por Joaquín El Chapo Guzmán para que los policías locales “aprendan a respetar”.
Versiones fidedignas revelaron entonces que la escolta personal del capo -que entonces estaba asociado con los hermanos Beltrán Leyva- llevó a cabo aquella cruel venganza en abril de 2007 dado que quien resultó abatido en La Garita era nada menos que Carlos Landeros, un familiar directo de Guzmán que con una identidad falsa estaba a cargo de las operaciones en Guerrero.
Para enero de 2008 se fractura la alianza entre Guzmán y sus primos los Beltrán Leyva a raíz de que el primero es imputado como responsable de entregar a la justicia a Alfredo Beltrán El Mochomo, responsable de la inteligencia y la seguridad del clan Beltrán Leyva, lo que dio pauta para una nueva guerra entre ambas facciones, con algunas repercusiones en Guerrero.
Con todo y sus errores, el reporte del Post es bastante realista al describir la crudeza de las operaciones de extorsión y las vinculaciones de bandas juveniles de la periferia que, como era de esperar, en esta nueva etapa de violencia comenzaron a trabajar para las bandas del crimen organizado, sea como halcones, como sicarios o simples colaboradores.
Hace años, desde el principio del mandato de Ángel Aguirre, advertíamos que a más de 100 mil jóvenes sin oportunidades, que habitaban la periferia, habría de ofrecerles opciones de educación con becas de alimentación para alejarlos de las bandas del crimen organizado. Ahora estamos frente a los resultados: jóvenes en pobreza extrema integrados a bandas juveniles ahora son mano de obra de la delincuencia.
Esos jóvenes son los que apuntalaron el negocio ilegal de la extorsión en miles de negocios de la periferia -Renacimiento, La Zapata, Las Cruces, La Sabana, Arroyo Seco, la Zona Diamante-, donde victimizan a miles de comerciantes, pobres en su mayoría.
En el interior de la bahía de Acapulco, otros miles de establecimientos son extorsionados por dos o más grupos delincuenciales. Quien no paga, es asesinado.
Una estimación somera del crecimiento del negocio extorsivo apunta a que unos 30 mil comercios, establecidos o no, son víctimas de la extorsión y, a querer o no, fundamentan la economía del crimen organizado, lo que al parejo permite crear nuevos empleos entre la población desocupada.
El problema es que, como dice el Post, es una guerra de pobres contra pobres en la que los ricos disfrutan su vida en zonas protegidas.
Los funcionarios públicos y los políticos, aquellos que niegan esta realidad, hacen lo propio en su zona de confort, protegidos por guaruras y transportándose en vehículos de lujo. Y los partidos políticos están preocupados de la forma en que van a tomar por asalto el poder en 2018, sin ofrecer al menos una propuesta, plan o programa para combatir la violencia.
Así que las víctimas de a pie, que es la inmensa mayoría de la población -es decir, los pobres- tendrán que resignarse a su suerte. ¿Acaso es justo?

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